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Puntadas Gimnasianas


Por: Natalia León

 


A las 7:00 a.m. llegué de la mano de mi papá a la entrada de ese lugar grande de techos azules que sería mi colegio. Era lunes, yo llevaba la lonchera rosada de plástico que mis papás con anhelo compraron y llenaron de comida para mí. Tenía mi falda, mi saco con el escudo triangular de ese tiempo y mis medias hasta las rodillas. Un señor sonriente abrió la puerta de vidrio y nos dijo “hoy no es, hoy no empiezan las clases, es mañana”. Ese señor amable que todos llamamos don Rojitas, le explicó a mi papá que las clases de inicio de año siempre empezaban un martes, mientras me miraba con ternura y sonreía. Tuvimos que devolvernos. Recuerdo bien el camino de regreso, era un día soleado, cálido, feliz… Mientras caminábamos nos reíamos imaginando lo que diría mi mamá cuando llegáramos a la casa.

 

Recuerdo que no había vergüenza ni frustración. Por el contrario, realmente era un día feliz porque se sentía como el cumplimiento de un sueño. Mis papás y yo teníamos mucha ilusión de ser parte del Sabio Caldas porque fue muy difícil conseguir el cupo. Sí, mi primer día en el Sabio tuvimos que devolvernos, pero sabíamos que al día siguiente empezaría una época maravillosa en el mejor colegio del barrio. Así que, después de las risas y los “no lo puedo creer”, me dieron lugar para pasar a preguntas más importantes: yo quería saber si podía comerme las onces.


Pasó poco tiempo hasta mi primera presentación de danzas en el colegio. Un par de meses después de entrar a Transición ya estaba bailando rock and roll en el Ágora bajo la dirección de la profesora Martha Gutiérrez, más conocida como “Marthica La Bella”. Ese sería el principio de una serie de bailes en los que participaría hasta grado Undécimo. No había presentación en la que yo no estuviera, no había coreografía que no disfrutara, ni traje que mis papás no consiguieran sólo por verme feliz haciendo lo que amo en este lugar que, desde el primer momento, me permitió cultivar mis talentos. Mis talentos y mis amistades. Sin duda alguna, el Sabio se convirtió rápidamente en mi segunda casa porque también me dio amigas y amigos entrañables. Recuerdo con una alegría especial nuestra primera participación en la jornada de Carritos Esferados.

 

En esa época, no solo nos calificaban por nuestras habilidades atléticas, también se concursaba por presentar el carro con mejor diseño. Bajo esa premisa, mis amigas y yo, acolitadas por nuestros papás, hicimos nada más ni nada menos que el carro de balineras de Barbie. Un carro de balineras pintado totalmente de rosado, con espejos, un sillín de lujo y un radio dibujado con detalle, al que llamamos Pink Stars. Un carro con el que obviamente ganamos el concurso de diseño, pero jamás ganamos una carrera. Era demasiado pesado.


Así, entre clases, exposiciones, entregas de boletines, paseos, campeonatos de microfútbol y fiestas, transcurrió mi vida como estudiante en un lugar que, por sobretodo, me ha dado momentos. Momentos para aprender sobre poesía, sobre las nubes, sobre cómo el cálculo de la velocidad de los objetos puede ser un tema de conversación en una fiesta (según Mogollo, profesor de física) y sobre la felicidad. Un lugar al que le debo memorias esenciales de mi vida como la primera vez que estuve en una piscina, hasta la primera vez que estuve fuera del país. Un lugar que aún hoy continúa acogiéndome para seguir aprendiendo. Por eso, al volver sobre las memorias de lo que han sido estos 25 años de historia, quisiera narrar muchas más anécdotas, nombrar a todos mis profesores y a todos mis compañeros de la Promoción 2014. Por ahora, agradezco y valoro la fortuna que tengo de seguir aquí, sumando puntadas a este tejido de mi vida que está trenzado, en una buena medida, por hilos azules y verdes.
 

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