Parte de quien soy
Por: Profesora Nicoll Valencia Osorio
Y un día volví al colegio, volví como profesora, y el aire tenía el mismo olor a incertidumbre y a recreos a medio terminar. El pasillo central me recibió en silencio, pero no pude evitar escuchar el eco de mis pasos, mis risas y mis llantos de hace ocho años. Me vi con unos años menos, envuelta en el mismo uniforme, con los mismos nervios, que ahora disfrazo con el tono firme de quien finge saber lo que hace. Las paredes no hablaron, pero sentí que me preguntaban si de verdad estaba lista para volver una vez más.
Sin embargo, yo no me fui del Sabio una vez; en realidad, me fui dos. La primera fue cuando tenía dieciséis años, estaba en décimo, y sentí el desgarrador sonido del timbre que anunciaba que ya eran las 4:00 y que la jornada se había terminado una vez más. Aun así, para mí no era una vez más; para mí fue el último timbre que escuché antes de tomar un avión que me llevaba a Canadá por un largo tiempo.
Siempre tuve una templanza que ni los vientos más bravos de esta montaña lograron quebrar, pero cuando sonó ese timbre, un viernes 2 de septiembre de 2016, solo pude llorar sin contención. Nunca logré descifrar si lo que me paralizaba era desarraigo o nostalgia; solo supe que algo me dolía en el centro, como si todo mi cuerpo se encogiera al comprender el acto de despedirse como quien se va y no sabe si va a regresar.
En esa ocasión, no regresé perpetua, como si el tiempo no me hubiera tocado. Volví, sí, pero volver no era regresar: era enfrentar el reflejo de lo que ya no era... ni soy.
Luego me gradué, en diciembre de 2017. Y ese es el momento cumbre para hacer memoria: recordé que el Sabio me había recibido en 2012, que lloré al finalizar cada exposición pública ese año porque me sentía atrapada entre la delicadeza de mi infancia y el peso de lo que se esperaba de mí. Temía que mi vulnerabilidad fuera demasiado visible, que el temor a no ser suficiente se filtrara en mis palabras o en mis gestos.
También recordé que conocí a Rodrigo Alape, mi profesor de español. Un hombre con una mirada incierta, vacía y profunda... como un abismo. Fue él quien me enseñó a amar la literatura como un refugio de belleza, a habitar las incertidumbres propias de la existencia, a convivir con los cuestionamientos que no exigen respuestas, y a mirar sin temor la crudeza de la realidad. No me dio certezas, pero me enseñó a vivir en las preguntas.
Y recordé que crecí. Que el Sabio me volvió más segura, más arriesgada. Que allí formé mi carácter y le encontré un poco más de sentido a ese existencialismo latente que me habitaba. Caminé por sus pasillos y encontré el camino, me encontré amante a la literatura y las lenguas, a las realidades que se crean con ellas, a la sociedad que dibujan, a la estética imperfecta y las incertidumbres de la comunicación.
Y finalmente, volví. No por azar. No por destino. Volví por convicción. Volví para confrontarme e intentar despertar la pasión, la admiración que mis profesores despertaron en mí. Volví para ser retada en cada clase y para hacerlo con amor. Yo salí del Sabio, pero el Sabio nunca salió de mí. El Sabio Caldas fue mi refugio y al mismo tiempo campo de batalla; cuna de mis incertidumbres, pero también de mis más grandes descubrimientos. Es un lugar que marca, moldea y permanece.
Así entendí, la memoria está hecha de ecos de un tiempo que ya no existe, pero que sigue resonando en los rincones de la mente, golpeando por lado y lado. Y cuando volví, esos ecos se convirtieron en fantasmas. Veía fantasmas por todo el colegio: entrar en los salones, caminar por el pasillo, subir a lo más alto del ágora, tomar el sol en la cancha, sentir la piel erizada a causa del viento, ver —por el rabillo del ojo— a un amigo del colegio que se esfuma en la silueta de quien hoy es mi estudiante.
La memoria no es un espejo fiel. Es un lienzo vivo. Un lugar donde lo que fuimos se mezcla con lo que somos. Tal vez por eso el Sabio nunca se sintió menos mío, incluso cuando me fui dos veces. Al contrario, cada despedida lo volvió más profundamente parte de quien soy.